Molly, la primera perrita parrillera
Aún recuerdo, como si fuera ayer, mi llegada a Isaac Garza #1524, la que sería la casa matriz de la SMP, donde se tenía una pequeña oficina, algunas sillas de segunda mano y unos escritorios muy antiguos. No se requería más. Recuerdo muchas cosas de ese momento, a pesar de tantos días de distancia, a pesar de esa incontrolable adicción al tabaco que suele borrar mi memoria… ese momento sigue vivo. Para mi, fue un día diferente. Allí, entre el calor atípico de un 14 de enero, los gritos de los albañiles y el polvo que indicaba el inicio físico de la empresa, tuve la oportunidad de conocer a pocas personas, pero todas con un gran valor: Fernando Gutiérrez, tío de Alejandro y Arturo, y al padre de ambos: Don Arturo Gutiérrez. Minutos antes del momento de mi presentación, a lo lejos, vi como una pequeña cabeza blanca con una mancha café de su lado izquierdo y que cubría casi todo su rostro, se abalanzaba de forma eufórica sobre Alejandro. Era una perrita de raza mediana.
-”Ella es la Molly, la rescatamos hace menos de un año, creo que la madreaban” mencionó Alejandro. Fue curioso porque fue la primera vez que escuché sobre la adopción canina. Ese día las cosas comenzaron diferente a como se suponía debían de ser. “¿Cómo es que tenemos a un perro en un lugar de trabajo?”, pensé; las cosas no debían ser así, o al menos así me lo había inculcado el mundo corporativo en el que me había desarrollado.
Dentro de mi mundo social, solía definirse a los perros como “es un pinche perro, nada más”, “metele un periodicazo si se porta mal”, “al rato le traigo comida, si aguanta”. Aquí eso no existía, ni existe, ni existirá. Con el tiempo, me di cuenta que en esta empresa se le da el valor de un ser vivo en toda la extensión de la palabra; es una acompañante, es una amiga, es parte de la familia.
Recuerdo que en una ocasión, Jesús Elizondo, panadero propietario de Pan Benell, fue a visitar a Alejandro con el objetivo de preparar una picaña que comerían al día siguiente. Ese día ellos se quedaron conviviendo y sin duda alguna, habrán terminado algo tarde. Cerca de las 8:30 a. m. del día siguiente, llegué a mi lugar de trabajo y noté algo raro, había mucha tierra tirada. En mi proceso de indagación en el lugar de los hechos y conocer qué había pasado, encontré la picaña enterrada. No había duda alguna que había sido la Molly, sus patas de un color café mayormente pronunciado la delataban. Rápidamente, le marqué a Alejandro.
-”Oye, Alex, encontré una picaña enterrada”
-”Es la picaña que ayer preparó Chuy, deja le marco”.
Minutos después, llegó Don Arturo y le comenté la situación, pero su semblante no era de un tono divertido.
-”Mira, Miguel, aquí cuidamos mucho la comida y esto no puede pasar. Estoy molesto y no es con la Molly, ella es una perrita, simplemente siguió su instinto. Lo que debió hacer Chuy fue guardarla y dejarla en un lugar donde no la pudiera alcanzar”. Con el tiempo me di cuenta que esas palabras tenían mucha lógica.
La Molly tenía ciertas costumbres un poco diferentes, pues curiosamente no le gustaban los huesos. Recuerdo que solo los tomaba con el hocico y esperaba a que no hubiera nadie para enterrarlos. Podrían pasar semanas y esos huesos seguirán en el mismo lugar.
Dentro de los primeros cursos que se impartieron, recuerdo que podía estar soleado o que hubiera una fuerte tormenta, los asistentes se cubrían bajo un corto techo de lámina en los pequeños espacios en los que era posible. Tal era la “camaradería” que había que volvían la semana siguiente y la siguiente, aún recuerdo a la mayoría de esos asistentes: Gustavo Pérez, el Dr. Anaya (gerente del entonces Banamex o el propietario de Llantas el Gallito); sin olvidar a “Foodie NL”, biólogo de CEMEX. La Molly siempre estaba allí, sin molestar a nadie, sin esperar un trozo de carne… ¿mencioné que siempre fue una perrita atípica?. Nunca le ladraba a nadie dentro del círculo parrillero y solía pedir comida solo a Alejandro o a Don Arturo.
La Molly, cuyo verdadero nombre es Molcajete, dejó de lado el estrés de su vida anterior y comenzó a correr por el patio, el estacionamiento, siempre precavida de cualquier mal que pudiera surgir. Era la defensora de su hogar, la protectora de sus amigos.
Actualmente, la Molly se encuentra en el CRAM SMP, ubicado en Santiago, Nuevo León; un lugar destinado al rescate canino y en el cual siempre se busca encontrarles una familia. El detalle es que ella no está en adopción, ella empezó en este recorrido. La Molly ya no está sola, ya tiene más amigos, ya puede competir por ese pedazo de carne, por atrapar esa pelota. Desde el primer minuto que fue adoptada, se le dió la libertad que pocos perros pueden tener, se le dió paz, se le dió protección.
Molly, la primera perrita parrillera.