Viaje a Magueyes, Tamaulipas
Noviembre, 2021
Estamos tan engullidos por la ciudad, nuestras actividades y la necesidad de tener y tener más, que se nos olvida que muchas veces lo que buscamos o creemos que requerimos para estar mejor es una necesidad impuesta y creada por intereses o razones que no necesariamente son ciertas o correctas. Hay ocasiones en las que incluso se nos olvida que tenemos que descansar. Descansar nuestra mente y nuestro cuerpo. Aún y cuando tuviéramos muy claro lo que queremos lograr con nuestras actividades diarias, de repente sentimos la necesidad de dejarlo todo y descansar el cuerpo, pero sobre todo la mente.
El domingo pasado, después de cumplir con ciertas responsabilidades de trabajo, decidimos irnos a pasar el domingo y la mañana del lunes a Magueyes, Tamaulipas. Magueyes es el pueblo donde nació y creció mi suegra. Es una comunidad perteneciente al municipio de Mainero. Está muy cerca de la frontera con Nuevo León; pasas Linares, Nuevo León, y una vez que cruzas la frontera a Tamaulipas, inmediatamente encuentras el poblado de La Gloria y unos kilómetros después está Magueyes. Actualmente, tiene una población de entre 300 y 400 personas, pero por las dimensiones de la escuela y la plaza, supongo que hace algunos años tuvo una población más grande.
En este tipo de pueblos, a lo largo de las carreteras del Noreste de México, encontramos al menos un depósito y un restaurante junto a la carretera. El hermano de mi suegra, Eloy, es el dueño de este depósito (“Minisuper Villalobos”) junto a la carretera donde principalmente vende cerveza. Me he preguntado en varias ocasiones por qué Eloy decidió no buscar una “mejor” vida fuera de Magueyes. Todas sus hermanas y hermanos en algún momento durante su juventud decidieron dejar Magueyes para buscar otras oportunidades laborales. Actualmente unos viven en Monterrey, otros en Estados Unidos. ¿Por qué él no lo hizo?
Atrás del depósito, dentro de la misma construcción, está la casa donde vivió la abuela de mi esposa. Es una casa sencilla, típica casa de este tipo de poblados; tres o cuatro habitaciones separadas cada una de ellas, dando todas hacia un espacio abierto. Una se utiliza como recámara, otra como cocina/comedor, otra como bodega, y por último, un baño.
En este espacio abierto, hay un asador muy sencillo, como seguramente lo hay en la mayoría de las casas de la región. Una barra de suficiente altura para poder estar cocinando en el asador sin tener que agacharte, algunos ladrillos medio quebrados y una parrilla movible. El asador está debajo de un pequeño techo con un firme de concreto donde también hay un lavabo. Alrededor del techo y el firme, esparcidos sin mucho sentido, hay cacharros viejos, herramientas, un depósito de agua potable (sin agua), un motor de alguna máquina para trabajar la tierra, maderas, cartones de cerveza, etc.
En ocasiones, aún y cuando se planea una reunión o un viaje alrededor de la comida, de lo que vamos a comprar para cocinar, la comida resulta no ser lo más importante. Otras veces, por el contrario, cuando no nos centramos en la comida o lo que se va a cocinar, lo que se sirve en la mesa termina siendo de lo más importante. Sea uno u otro caso, la cocina, la comida y lo que servimos a la mesa no es importante en sí mismo; es importante por lo que nos genera, por lo que nos hace recordar, platicar y por las experiencias y momentos que se pueden crear alrededor de ella, a propósito de ella.
Los sonidos y las canciones nos hacen recordar momentos, a veces hasta sentimos que los estamos viviendo de nuevo. La comida, los platillos, los olores y los sabores también pueden lograr lo mismo. Por esto, es importante cocinar con sentido, buscar que con un platillo podamos recordar algún momento o experiencia que nos dio satisfacción.
Un bocado nos puede recordar el viaje de domingo que hicimos a Magueyes por querer salir, aunque sea unas horas, sin razón aparente, pero con la necesidad de descansar un poco del ajetreo incesante y, a veces, bastante molesto de la ciudad, la contaminación, el ruido excesivo y las multitudes. Nos recuerda los espacios libres, el asador en el que cocinamos, la plaza del pueblo, el clima, el viaje por carretera y sus paisajes. Además de las experiencias, también nos pueden hacer recordar sentimientos. Al probar algún platillo, podemos regresar a ciertos sentimientos, pensamientos y opiniones que teníamos en algún momento específico, por cualquier razón.
Este viaje pretendía no ser un viaje centrado en lo que se va a cocinar y la comida. Si bien normalmente por decisión propia y solicitud de quien nos acompaña centramos en gran medida viajes y salidas en la comida, en esta ocasión habíamos decidido dejar eso a un lado y dejárselo a alguien más, para poder descansar sin la presión de cocinar y tener lista la comida.
Esta vez no se trataba de cocinar, unos pellejos y listo; todos alrededor de una mesa sencilla cerca del asador, aire fresco y puro (o al menos no tan contaminado como en Monterrey). Un par de pollos asados con leña, agujas de rancho, tortilla ribeteada, cerveza fría, salsa martajada ¿necesitamos mucho más? Difícilmente.
En el trayecto de regreso, a medio día, sintiéndome un poco menos conectado a la “gran ciudad” y su vida de prisa, viendo los paisajes y pastizales, el cielo más azul que gris, es inevitable preguntarse si de verdad es tan necesario todo lo que “creemos” es necesario para vivir mejor o con mejor calidad de vida y nos ancla a no salir de las grandes ciudades o hace que nos empeñemos en seguir viviendo en lugares como Monterrey.
Las ciudades cada vez crecen más, y los pueblos y comunidades se van haciendo más pequeñas. Estamos creando una concentración demográfica que cada vez es más insostenible y que daña irreparablemente al medioambiente y la biodiversidad, bajo la creencia (¿correcta, incorrecta?) de que para tener una mejor calidad de vida requerimos de bienes o servicios que solamente encontramos en las ciudades.
Es imprescindible redefinir el concepto de comodidad, de necesidades básicas, de éxito económico y de desarrollo si no queremos llegar a un punto donde sea insostenible mantener los monstruos de siete cabezas en lo que hemos convertido a las grandes ciudades. Quizá, sin querer, esto lo entendió Eloy hace algunos años.