Los domingos en familia
Pienso que si nos preguntaran por nuestro propósito en la vida, todos tendríamos una respuesta, o, al menos, la mayoría. Pero, ¿qué tan acertadas serían esas respuestas? Si de verdad nos pusiéramos a analizar lo que decimos, entraríamos en una duda constante y acabaríamos anulando nuestra respuesta.¿Realmente estamos aquí para procurar que nuestros hijos tengan lo que nosotros no tuvimos? ¿Para ser felices? ¿Para formar una familia? ¿Para cuidar a los animales? ¿Para destacar en nuestra profesión? ¿Para trabajar lo que sea necesario y obtener lo que no me pudieron dar mis padres o lo que quiero o creo que necesito?
No pretendo decir que lo que se responda a esta pregunta sea siempre incorrecto, o que la razón que alguien da a su existencia no sea respetable. Más bien, creo que la mayoría de las respuestas tendrían que ver con qué estás haciendo o qué quisieras hacer para creer que estás haciendo lo correcto; esto tal vez le de una razón pragmática a nuestra existencia, pero no necesariamente nos daría una respuesta concreta a ¿qué hacemos aquí?.
Hace tiempo, me enfrenté con un cuestionamiento relacionado a mi vida laboral/profesional (a la cual le encontré respuesta) y la estuve platicando con mi hermano. Me hizo una pregunta. No es de su autoría, lo leyó en algún libro, pero creo puede ayudar a encaminarnos a responder el qué hacemos aquí o para qué creemos que estamos aquí. “Imagínate que mañana te levantas y resulta que de la nada eres millonario. Supongamos que se murió un tío que no conocíamos, que era rico y decidió dejarnos toda su fortuna, o que compraste un boleto de lotería y ganaste el premio mayor y ya no tienes necesidad de trabajar. Si este fuera el caso, ¿qué harías? ¿A qué te dedicarías? ¿Qué es lo que estarías haciendo que te diera las ganas, la energía, el ímpetu, la motivación de levantarte todas las mañanas y hacer eso?” Y la respuesta es que no tengo respuesta.
Aunque no tengo una idea clara de para qué estoy aquí, sí sé que me gusta,disfruto mucho cocinar para los demás y, en ocasiones, haciendo esto me siento feliz y dejo de sentir la presión de encontrar respuestas a todo. El desasosiego, la ansiedad que me provoca el no tener un rumbo, no saber qué va a pasar en los siguientes años, y esos temas que ahora están tan de moda.—
De los mejores recuerdos que tengo de mi niñez e inicio de mi adolescencia, es cuando mis papás nos ponían a cocinar. Los domingos, cada quien escogía un plato para preparar; ensalada, entrada, botana, plato fuerte, postre, o cualquier otro. Mi hermano y yo acompañábamos a mi papá al mercado y al supermercado y comprábamos lo que íbamos a necesitar para que cada quien preparara el platillo que había elegido.
En ocasiones, cocinábamos en la cocina y, cuando el tiempo lo permitía, lo hacíamos en el patio, al asador. Generalmente mi papá servía queso, pan y aceitunas, acompañado de una copita de jerez (muy pequeña y máximo dos). Cuando mi hermano y yo teníamos entre 14 y 15 años, nos comenzó a dar una copita de jerez, la tomábamos a duras penas. El sabor del jerez a los 15 años no es muy agradable.
La mayoría de las cosas que cocinábamos eran, o al menos intentaban ser, francesas. Mis padres vivieron algunos años en París cuando estaban recién casados. Mi papá obtuvo una beca para estudiar un posgrado y, si no mal recuerdo, vivieron allá cuatro años.
Supongo que el vivir allá hizo que se sintieran muy atraídos por la cultura alrededor de la comida, el queso, el pan y el vino (aún cuando mi mamá no bebe alcohol y nunca lo ha hecho) y gran parte de lo que cocinábamos era comida al estilo francés que aprendieron viviendo allá. La comida no era realmente francesa, en Monterrey difícilmente, y menos hace algunos 20 años, encuentras producto que pudiera asemejarse al que encuentras en París, pero al menos trataban de hacerlo lo más francés posible. Si un francés la hubiera probado (sobre todo el pan), seguramente se hubiera reído.
El caso es que nos poníamos a cocinar todos juntos los domingos en casa. Muchas veces me pregunté, y de hecho me sigo preguntando ¿para qué tanto ritual para preparar la comida?
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Durante la mayor parte de los años en los que cocinábamos los domingos en familia, mi papá básicamente trabajaba todo el día y viajaba mucho. Había ocasiones que ni siquiera sabíamos si estaba en la ciudad o había salido y no nos veíamos por varios días. En ese entonces no teníamos celulares y medios de comunicación entre personas tan a la mano como ahora, por lo que la comunicación entre nosotros era más esporádica. Si durante toda la semana mi papá se la pasaba trabajando y de viaje, ¿por qué cocinar los domingos, levantarse temprano, ir a comprar los ingredientes, ensuciar la mitad de la cocina y después limpiar? Valdría más comprar algo, o preparar algo sencillo, que mi madre recalentara comida que hubiera sobrado de la semana y así descansar, ver la televisión, leer algo.
Pero ahora que lo pienso, seguramente lo que mi padre buscaba era reunirnos. Era su forma de convivir con nosotros, de observarnos, de ver cómo hacíamos las cosas, cómo trabajábamos, de conocernos más. En realidad, la mayor parte del tiempo no platicábamos mucho más de lo que estábamos haciendo en ese momento, pero estábamos juntos, todos.
Conforme íbamos terminando cada uno de los platillos, nos sentábamos en la mesa (generalmente en el comedor) y cada quien iba sirviendo lo que preparó. Era un ritual sencillo pero que mis padres trataban de hacer especial. Desde los 14-15 años mi papá nos servía vino para comer; decía que la buena comida se debe de comer con vino.
Así fue naciendo el gusto por cocinar, por cocinar en familia, por cocinar para tu familia, amigos, invitados. Cada que nos sentábamos en la mesa los domingos y cada uno de nosotros compartía lo que preparó, nos dábamos cuenta que al final lo que menos importaba era lo que estábamos cocinando, el momento que pasamos a la mesa platicando, la sobremesa, la convivencia mientras cocinamos, la copita de jerez, la cerveza, platicar los recuerdos que vienen a la mente probando tal o cual cosa era lo que de verdad nos dejaba algo.
Este fin de semana, como muchos otros, me puse a cocinar para mi familia. Desde que salí de mi casa (con mi ahora esposa), he venido cocinando regularmente entre semana y los fines de semana. Algunas ocasiones en el asador y otras en la cocina, pero más frecuentemente en el asador. Desde hace unos meses para acá (cuando inició la pandemia) comencé a cocinar más conscientemente, no solo para pasar el rato, sino para tratar de hacer cosas diferentes, de probar, de convivir más a conciencia con mi familia.
De alguna forma, estoy tratando de emular o imitar lo que vivía en casa de mis padres cuando cocinábamos cada fin de semana. Mis hijos aún son pequeños, 9 y 5 años, pero aún así me tratan de ayudar en lo que pueden o en lo que les permitimos. Estamos juntos cocinando y al final nos sentamos todos a comer, platicamos, reímos, se pelean y les llamamos la atención.
El día en el que escribí esto tratando de limpiar un poco mi mente, cocinamos un cabrito. En nuestra región se consume el cabrito normalmente asado al pastor o en salsa. A mi y a mi hijo nos gusta mucho preparado al pastor, sobre todo cuando el producto es de muy buena calidad. La cantidad de grasa suficiente y asarlo a fuego lento, permite que el sabor del cabrito al pastor quede muy sabroso y jugoso. Cuando el tamaño/proporción de grasa es menor, el resultado no es tan bueno.
Si bien nos gusta mucho el cabrito, no es algo que consumamos regularmente. No se compra por piezas, se tarda mucho en cocinar, a mucha gente no le gusta (como a mi mujer, mi niña, mi madre y en algún punto yo, ya que a mi padre tampoco le gustaba y era raro que lo comiéramos). Si acaso, comemos una vez al mes por mucho.
A diferencia de cómo normalmente lo preparamos, en esta ocasión lo preparé de una forma muy distinta. Fue horneado en el asador con sabores medio mediterráneos. Ajo, tomillo, vino blanco y aceite de oliva. Destape un vino italiano y convivimos en familia.
Insisto, al final lo que preparamos termina siendo lo menos importante, sirve como el medio o el conducto a través del cual logramos una convivencia de calidad, con trasfondo, y da pie a iniciar pláticas, contar anécdotas, recordar.
Si repito que lo que preparamos para comer termina siendo lo menos importante, no quiero decir que hay que hacerlo de cualquier manera o sin poner la atención debida a cada detalle. Es importante hacerlo bien, darle el tiempo adecuado a cada preparación, porque de aquí se deriva lo demás. Una buena comida, siempre da pie a buena platica, y va generando experiencias y, sobre todo, recuerdos.
¿Cómo fue el resultado? Para mí no fue el mejor, desde mi punto de vista el cabrito se recoció y tenía muy poco sabor a cabrito. En cambio, mi esposa casi se comió medio cabrito. A ella no le gusta el cabrito, lo ha comido en muy pocas ocasiones y normalmente solo 2-3 pellizcos. Seguramente le gustó porque quedó recocido y no sabía a cabrito. Además de que tenía cabezas de ajo enteras y que, después del cocimiento largo a fuego bajo, se hicieron puré y lo acompañaba con el cabrito (le encanta el puré de ajo).
En cualquier caso, esto es lo que queda del hecho de preocuparte por lo que cocinas, ir a comprar los insumos, ensuciar media cocina y el asador, abrir vino, cerveza, etc. Generar recuerdos y experiencias que nos llenen aquello que nos hace humanos, sentarte a la mesa y sorprenderte porque tu esposa comió más cabrito que tú porque le gustó mucho, cuando tú apenas pudiste comer un par de bocados porque no te convenció el resultado.
A continuación les dejo una receta de cabrito al acero que espero en un futuro les pueda evocar recuerdos agradables con sus seres queridos.
Ingredientes
- Un cabrito entero
- c/n de sal
- 4 cucharadas de orégano
- 2 cucharadas de Rub del Norte
- 4 cervezas
- 6 cucharadas de manteca de puerco
Utensilios
- Una olla de acero vaciado en donde quepa el cabrito
- Una tabla de corte
- Hacha o cuchillo para cortar el cabrito en trozos
- Leña y/o carbón
Procedimiento
- Precalentar la olla de acero 45 minutos antes
- Cortar el cabrito por la mitad, después cortar la paleta en 2 piezas, el costillar en 3 piezas, la riñonada en 2 y la pata trasera en 3 piezas aproximadamente. Quedando entre 15 a 20 piezas, la idea es que no sean pedazos muy chicos porque se van a deshacer y va a ser más difícil de manipular.
- Una vez cortado el cabrito, sazonar con sal al gusto, Rub del Norte y orégano.
- Colocar la manteca en la olla. (En este caso utilizamos manteca de cerdo con ajo confitado, para hacer esto se pone la manteca en un recipiente con los dientes de ajo cantidad al gusto y se pone en el horno o a fuego indirecto)
- Cuando la manteca esté bien caliente, aventar el cabrito, hay que estar moviendo con unas pinzas para que se dore lo más posible sin que se queme, aproximadamente durante 15 minutos. (No es necesario que la olla tenga fuego muy alto, el acero retiene mucha temperatura y la distribuye muy bien por todos lados)
- Después de los 15 minutos y ya dorado el cabrito, vaciar las 4 cervezas, revolver y tapar durante 30 minutos (el tapar durante 30 minutos es para medir la temperatura de la olla, esto se explica más en el siguiente paso)
- Destapar la olla y ver si le falta cerveza, para eso tapamos media hora, una porque empezamos la cocción del cabrito y la otra es porque durante la siguiente hora y medio se va a mantener con la tapa puesta y con brasa en la tapa para hacer la función de horno, entonces es la última oportunidad para ver si le falta cerveza o no, ya que si evaporó mucho la primera media hora se va a quemar, si tiene menos de la mitad agrega otras dos cervezas.
- Colocar brasa en la tapa para hacer la función de horno.
- Dejar cocinar durante una hora y media más a fuego medio.
- Abrir la tapa pasando la hora y media y revisar la consistencia del cabrito, debería de deshacerse sin resistencia.
- Si todavía tiene mucha humedad, dejar cocinar el cabrito 10 a 15 minutos más para que se evapore el 95% de la humedad, si es necesario puedes levantar flama con unos leños para que esto suceda.
- Servir y disfrutar.